10 Feb Sobre las emociones (parte I): el MIEDO
Las emociones son estados afectivos que tienen una correspondencia fisiológica (corporal, hormonal, etc), cognitiva (pensamientos) y que están atravesadas por un plano cultural, social, familiar y la experiencia personal. Son innatas y cumplen una función de adaptación, ayudándonos a procesar situaciones, relaciones o sucesos. Nos dan información sobre el medio o experiencias previas. Las tres funciones principales serían:
- Función adaptativa: guía nuestra conducta por lo que nos ayuda a ajustarnos al entorno.
- Función social: nos ayudan a relacionarnos con los demás dado que expresan nuestro estado de ánimo y facilitan la predicción y la regulación.
- Función motivacional: hay una relación entre motivación y emoción muy estrecha dado que ambas se retroalimentan: una conducta motivada produce una reacción emocional, a la vez que cualquier emoción impulsa la motivación hacia algo.
Hay una clasificación universal que constaría de las emociones básicas (presentes desde el nacimiento) que son la alegría, asco, miedo, tristeza, sorpresa e ira y las emociones secundarias (aprendidas durante el proceso de socialización) que abarcan los celos, culpa, orgullo, vergüenza, desprecio…
Identificar las emociones puede ser una tarea compleja, y más cuando no nos han dado herramientas para hacerlo. La infancia y la manera en la que se nos educa emocionalmente influye mucho en la expresión y la conciencia de estas en la etapa adulta. Un entorno invalidante y crítico, por ejemplo, no facilita la validación ni el reconocimiento de lo que sentimos. Nuestra gestión emocional se cimienta sobre esas bases y de ello se desprenderá nuestra inteligencia emocional, que nos sirve para relacionarnos eficazmente con los demás y con nosotros mismos.
Vamos a recorrer las distintas emociones a través de varios posts, comenzando por una emoción muy presente en psicoterapia.
El Miedo está relacionado con la anticipación de una amenaza. Nos ayuda a protegernos y nos prepara. A nivel corporal lo reconocemos por las palpitaciones, el sudor, la respiración acelerada, los músculos más rígidos, nuestra atención se focaliza y, en general, el cuerpo se pone en tensión ante lo que el cerebro ha detectado como un peligro. Esta amenaza no tiene por qué ser solo física (un robo, unas palabras agresivas, un incendio…) sino también psicológica (elementos que el cerebro detecta como peligrosos ya sea por que lo son o porque nuestra experiencia previa nos condiciona a percibirlo así).
Como comenta Mariano Sigman, el miedo tiene una paradoja: nos dirige hacia aquello que queremos evitar. Una de las primeras lecciones del que deambula cerca de un acantilado es la de mantener la mirada fija sin asomarse al vacío. Este reflejo natural de mirar nos acerca más a la inestabilidad dado que donde van los ojos va el cuerpo. El miedo a veces es un sistema de alarma hipersensible que magnifica los riesgos y hace que pensemos mucho más en ellos.
A nivel cognitivo también nos da mensajes, disparando pensamientos que están más condicionados a leer los riesgos de las situaciones; por eso muchas veces nos perjudica más que nos ayuda, dado que si la amenaza real no es de tal magnitud no nos ayuda a ajustarnos a la situación. Por ejemplo, si a nivel relacional me siento inseguro, el miedo formará parte de manera constante en mi forma de relacionarme. Si mi cerebro percibe como una amenaza que mi pareja no me conteste a un mensaje, empiezo a desplegar conductas y pensamientos que van en esa dirección: empiezo a tensarme, focalizo mi atención en posibles teorías sobre su comportamiento, le mando más mensajes, etc… lo cual el otro puede percibir como inapropiado ante un suceso cotidiano.
La reacción ante el miedo es el ataque, la huida, la parálisis o la sumisión. Ninguna es agradable, pero podemos reconciliarnos si las observamos como nuestro cuerpo avisándonos de que debemos cuidarnos. Podemos abrazarlo como quien abraza a un amigo que nos cuida.
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